La última vez que supo de ella, unos
años atrás, le habían contado que vivía en una pequeña aldea perdida en el
norte. Entonces pensó que si cogía el coche podría… Pero no lo hizo. No le echó
atrás lo imposible de la empresa, esa vez le frenó la ausencia de lo único que
le permitía levantarse cada mañana. La esperanza.
Se conocieron veintidós años atrás. Él
festejaba junto a sus compañeros el término de los últimos exámenes de
Medicina. Desde la Glorieta de Quevedo, camino a Cuatro Caminos, iban parando
en cada garito que encontraban abierto para tomarse una copa. Fue en el tercer
local donde su corazón dejó de latir por unos segundos para, seguidamente,
acelerarse como un Concorde. Minutos después, sus piernas se negaban en rotundo
a abandonar el lugar, dando así por finalizada la peregrinación nocturna. Frente
a ella, apoyado en la pared y con el vaso de tubo vacío en la mano, permaneció
horas contemplándola extasiado, haciendo acopio del arrojo necesario para
aproximarse. ¿Te importa si me siento a tu lado?, le dijo al fin. Ella volvió
la cabeza para contestarle pero sus ojos, sorprendidos, se cobijaron en los de
él acuartelándose e impidiendo que de su boca saliera palabra alguna. No eran
necesarias. Nunca un silencio dijo tanto.
Marchó de regreso a Orense con la
firme intención de volver para reunirse de nuevo con ella después del verano.
No volvió. Le dijeron que se había enamorado de otro. Una mentira que su autor
no confesó hasta varios años después. Fue entonces cuando comenzó su
zigzagueante búsqueda. Ni una pista. Nada. Solo en noches de zozobra la
encontraba entre sombras agitadas para volver a perderla en una lacerante pesadilla
que se repetía a lo largo de los años inmisericorde. Su recuerdo, siempre
presente y marcado a fuego, tronchaba cualquier intento de acallarla
olvidándola en otros ojos. Ojos que agonizaban y siempre huían desengañados
abandonándole entre reproches.
El aviso del ingreso por urgencias
de una mujer, vecina de Agra, con politraumatismos, le sacó bruscamente de su
recogimiento. “Malditos accidentes”, pensó. Cuando la ambulancia llegó al
hospital, la vida de la mujer se desprendía de su cuerpo a jirones en una
apresurada huida. Apenas fue perceptible. Esos ojos que nunca pudo olvidar,
volvieron a posarse en los suyos reconociéndole y revelándole en silencio que
ella siempre supo que volverían a encontrarse.
Las lágrimas le escocían y le
costaba respirar. Aunque intentaban recomponerle, él permanecía abrazado a ella
meciéndola y susurrándola. Se había ido pero su muerte nada cambiaba. No sabía
dónde ni cómo, pero le juraba que volverían a encontrarse porque, fuese a donde
fuese, jamás dejaría de buscarla.