Pese a no tenerlas todas conmigo
conseguí, por los pelos, coger el primer autobús de la mañana. Tenía tres
largas horas por delante para pensar con serenidad y reconstruir las últimas
doce horas vividas en Sabriles, la tierra que me vio nacer. Aún conservaba
fresco el recuerdo de la última vez que la pisé. Tras padecer aquella noche
aciaga, abandonamos apresuradamente el pueblo al alba para no volver. De eso
hacía ya veintidós años.
Yo me enteré por casualidad. Supongo
que por allí todos lo sabrían ya y sería la comidilla: Toñín, el mediano del
Revezo, había regresado. Nadie sabía nada de mí ni conocían mi aspecto y, el
mismo día que lo supe, sin pensármelo dos veces, me presenté en el pueblo.
Ignoraba si sería capaz de reconocerle después de tanto tiempo, aunque esos
ojos serían difíciles de olvidar. Esos ojos, ese olor, su aliento…
Estaba sentado en un taburete al
final de la barra. Solo y cabizbajo. Antaño siempre iba en grupo fanfarroneando
y pavoneándose. Se sorprendió cuando me senté junto a él y pedí dos cervezas. Aceptó la que le ofrecí y seguimos bebiendo
una tras otra hasta que le propuse subir hasta lo que allí se conoce como el
mirador y que frecuentan las jóvenes parejas de la zona. La incesante lluvia
caída días atrás había dejado todo el terreno del cañón embarrado y costaba
caminar sin que se hundiese el calzado.
Acabó la película y el conductor del
autobús puso la radio. Daban las noticias. Antonio Jimeno, condenado hacía dos
décadas por la violación de una pequeña de doce años, había sido hallado muerto
al pie de una pared rocosa bajo el mirador de Vierlato. Me puse los tapones en
los oídos, recliné el respaldo del asiento y cerré los ojos.
Una hora después, al fin, estaba de
regreso en casa. Antes de entrar me descalcé, no quería que la tierra seca, aún
adherida a las suelas de mis zapatos, rayara el parqué.
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