Las veintitrés y nueve. Apenas han
pasado cuatro minutos desde la última vez que pulsó el botón “Info” del mando a distancia para ver la
hora en el televisor. Tumbado a lo ancho del sofá, con la cabeza apoyada en un
par de cojines nuevos de Ikea y los pies descalzos sobresaliendo del
reposabrazos, Raúl mira indiferente la lata que sostiene entre sus manos. Con
el estómago vacío y a punto de apurar su cuarta cerveza, recuerda que tiene
guardada en algún armario de la cocina una bolsa de pipas que compró hace unos
días. Se lo piensa un momento pero, enseguida, consigue la fuerza de voluntad
suficiente para levantarse, buscar las pipas junto a las malditas tijeras para
abrir la bolsa y, además de algo para echar las cáscaras, coger una nueva lata
de cerveza del frigorífico.
Deja todo sobre la mesa de centro y,
a oscuras, tantea el asiento del sofá en busca del mando. De nuevo pulsa el
botón donde sale marcada la cadena, el programa y lo que a él más le interesa,
la hora. Las veintitrés y quince. Cada vez queda menos.
Ha cambiado tantas veces de cadena
que ya no recuerda qué es lo que estaba viendo e inicia un nuevo recorrido
saltando de una cadena a otra buscándolo. Ni idea de lo que era así que, hastiado,
decide dejar un debate sobre política. Una absoluta falta de interés hace que
su mente se disperse y divague libremente mientras sigue comiendo pipas y
sorbiendo tragos de cerveza.
Recuerda que no hace mucho todo era
distinto. Antes, un sábado por la noche como ese, siempre tenía a alguien con
quien compartir su tiempo. Tenía muchos amigos que le llamaban para ir al cine,
a un concierto o para ir a tomar algo. No le faltaban planes pero, sin darse
cuenta, también siempre decía más veces que no a sus amigos. No podía quedar
con ellos porque estaba tan ocupado, les decía, que le faltaban horas a sus
días, convirtiendo la falta de tiempo en una asidua y machacona letanía y excusa.
Uno detrás de otro, sus amigos fueron distanciando las llamadas hasta que el
teléfono dejó de sonar definitivamente.
Amodorrado, oprime el botón del
mando y comprueba con alivio que en el televisor ya marca la medianoche. El
tiempo para él cada vez transcurre más despacio aunque, otro día más, por fin,
ha llegado la hora de irse a la cama.