No reconoció el número que mostraba la
pantalla cuando sonó el móvil. Hacía mucho tiempo que lo había borrado de la memoria.
De la del teléfono también. Su voz, aflautada y serena, provocó en ella un
maremágnum de reacciones químicas desbocándose incontroladas por los intrincados
vericuetos de su cerebro. Su corazón, al galope, impulsaba tanta sangre y tan
rápido que sintió cómo las contracciones golpeaban sus oídos.
La última imagen que recordaba de él
era la de un hábil ilusionista que desaparecía en el rellano de su casa, como
por arte de magia, atravesando la pared. Antes de que concluyera la función
definitiva, ella, su única espectadora, sintió un vacío insondable. El
ascensor, en un acto final, devoró la ilusión que había brotado indómita pocos meses
atrás.
Colgó el teléfono y se recostó en la
cama. Estaba mareada y tenía bloqueada la mente. Los minutos pasaban y sus ojos
seguían vagando ausentes por el techo beige del dormitorio. ¿Por qué pintaría
el techo de beige y no de blanco como se pintan todos los techos? ¿Por qué
tenía que llamar precisamente ahora?
Habían quedado esa misma noche para
verse y hablar. A las nueve menos cinco le vio llegar y aparcar bajo su
ventana, cinco pisos más abajo. Era una noche gélida de invierno y la calle
estaba desierta. El alumbrado público estaba apagado, infundiendo mayor
perturbación al inminente encuentro.
Él esperaba en el interior del
coche. Los faros encendidos la deslumbraron. Su corazón volvió a desbocarse sin
control conforme se iba acercando. Llegó a la altura de la puerta pero no paró.
Siguió caminando. Bendijo aquel oportuno apagón que le impidió ver su rostro. Esta
vez sus intensos ojos miel no podrían atraparla. Ahora era ella quien
atravesaba la noche en busca de una nueva esperanza, bajando, definitivamente,
un grueso telón.
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