11 enero 2015

Un momento dulce

Setenta. Quizás setenta y uno. Igual daba uno más que uno menos. Los había contado por contar. Era la primera vez en los muchos años que llevaba viviendo en esa casa que el membrillo daba tantos frutos. Por lo general, no pasaban de cuatro o cinco. Y, cada año, Raquel le decía terminante que era una lástima que no diese más para así poder hacer dulce de membrillo. A él le encanta el dulce de membrillo.
Cuando hace buen tiempo, a Martín le gusta salir al jardín y relajarse suspendido en aquel fantástico invento sujeto a las columnas del porche. Tumbado cuan largo es en el espectacular chinchorro de vivos colores que le trajo su hermano de su viaje por la Península de la Guajira, intenta imaginar la excusa que habría alegado Raquel al ver tanto membrillo junto. Ella es de ese tipo de personas que siempre está dispuesta a hacer las cosas cuando de antemano sabe que, por una razón u otra, no se van a poder llevar a cabo.
Al pensar en Raquel le asalta a la memoria lo que su abuela le repitiera machaconamente hace ya tantos años. “Hijo, tú déjate de amoríos y estudia. Estudia mucho para que el día de mañana puedas comprarte una buena casa y buenas viandas. Las mujeres, van y vienen.”
No había hecho caso ni de una cosa ni de la otra y, aun así, no le había ido nada mal. Pese a todo, Raquel le abandonó. Es ahora a otro infeliz al que estará gritando colérica, con esos gritos irritantes que, todavía hoy, resuenan en su cabeza.
Raquel no es más que un fantasma, una sombra que languidece. Animoso se levanta y, dirigiéndose al frondoso arbusto, cosecha uno a uno sus frutos dorados. Sabe que ese va a ser un otoño muy dulce.

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