Setenta. Quizás setenta y uno. Igual
daba uno más que uno menos. Los había contado por contar. Era la primera vez en
los muchos años que llevaba viviendo en esa casa que el membrillo daba tantos
frutos. Por lo general, no pasaban de cuatro o cinco. Y, cada año, Raquel le
decía terminante que era una lástima que no diese más para así poder hacer
dulce de membrillo. A él le encanta el dulce de membrillo.
Cuando hace buen tiempo, a Martín le
gusta salir al jardín y relajarse suspendido en aquel fantástico invento sujeto
a las columnas del porche. Tumbado cuan largo es en el espectacular chinchorro
de vivos colores que le trajo su hermano de su viaje por la Península de la
Guajira, intenta imaginar la excusa que habría alegado Raquel al ver tanto
membrillo junto. Ella es de ese tipo de personas que siempre está dispuesta a
hacer las cosas cuando de antemano sabe que, por una razón u otra, no se van a
poder llevar a cabo.
Al pensar en Raquel le asalta a la
memoria lo que su abuela le repitiera machaconamente hace ya tantos años. “Hijo, tú déjate de amoríos y estudia.
Estudia mucho para que el día de mañana puedas comprarte una buena casa y
buenas viandas. Las mujeres, van y vienen.”
No había hecho caso ni de una cosa
ni de la otra y, aun así, no le había ido nada mal. Pese a todo, Raquel le
abandonó. Es ahora a otro infeliz al que estará gritando colérica, con esos
gritos irritantes que, todavía hoy, resuenan en su cabeza.
Raquel no es más que un fantasma, una
sombra que languidece. Animoso se levanta y, dirigiéndose al frondoso arbusto,
cosecha uno a uno sus frutos dorados. Sabe que ese va a ser un otoño muy dulce.
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