Bajó del
autobús y anduvo un trecho hasta tomar el desvío hacia la majada. Desde allí se
podía vislumbrar, a lo lejos, buena parte del pueblo. Descender por la vereda
del Torcido no era la mejor opción
pero sí la más corta. Era una senda interminable y tortuosa destinada al
ganado. Servía, además, para medir la resistencia y hombría de los zagales del
pueblo. Junto a su hermano Tomás, había recorrido ese mismo camino en
incontables ocasiones pero, esta vez, todo era distinto. Los años le pasaban
factura y, lo que en su niñez significó juego y diversión, hoy se traducía en
dolorosas ampollas para el alma y para unos pies poco habituados a tanto
ajetreo.
Se descalzó e
introdujo aliviado los pies en el exiguo arroyo que, en otros tiempos, aunque
no para nadar, sí les sirvió para refrescarse. Absorto, arrancó un diente de
león, brotando de su tallo truncado una pequeña lágrima lechosa. Recordó de
inmediato cómo su abuela aplicaba ese jugo amargo a las pequeñas verrugas que crecían
en el cuello de Tomás.
Llegó al fin.
El asombro y el miedo se dibujaron en las caras de todos los que le vieron
aparecer por el Torcido. Nada podía
reprocharles. Pero ese miedo en sus ojos le laceraba el alma.
No entiende por
qué lo hizo. Después de dos décadas sigue sin saber qué le llevó a cometer semejante
atrocidad. ¿Celos, orgullo, codicia? Quizás una mezcla de todo aquello, junto
al reparto injusto de las tierras de la abuela, fueron los que le empujaron a
hundirle el hacha en la garganta.
Eso ya no
importa. Lo importante es que ahora está allí. Lo primero que necesita hacer
tras cumplir su condena es acercarse al cementerio para llevarle unas flores e
implorarle el perdón a su añorado hermano Tomás.