Tanto en los
meses de verano, como en Semana Santa, aquello era un sin parar. Temieron que
la construcción de la nueva autovía les perjudicara, sin embargo, no representó
un descenso significativo en sus ventas. Los clientes de toda la vida, año tras
año, se desviaban por la antigua carretera para seguir comprando sus célebres
empanadas.
Llevaban tiempo
intentando coger las riendas de aquel asentado y boyante negocio pero, la tía
Jacinta, ni abandonaba ni traspasaba su exitosa panadería. Estaban hartos y ya
no sabían qué hacer con aquella mujer. Era una manipuladora y un mal bicho. Al
final, y si no le ponían remedio, acabarían todos enfrentados. Con ochenta
años, seguía apareciendo todas las mañanas por la panadería con actitud
dominante, desprendiendo ese olor dulzón a loción de aceite de coco que tantas náuseas
provocaba a todos.
Jacinta
desapareció a finales de agosto. La buscaron por todas partes sin fortuna. Todas
las sospechas recayeron sobre ellos. En el cuartelillo algo se olían cuando
fueron a la panadería con una orden judicial para inspeccionar el horno. Lo
hicieron a conciencia, comprobando cada rescoldo descubierto entre las cenizas.
No hallaron nada.
Durante un año
las habladurías no cesaron. Si la autovía no acabó con la panadería, la extraña
y sospechosa desaparición de la tía Jacinta lo haría. Los del pueblo dejaron de
entrar a comprar y suponían que lo mismo harían los veraneantes.
Pero la noticia
no trascendió. Un verano más, era un rosario de coches los que paraban para
llevarse sus famosas empanadas. No daban abasto. Empanadas de atún, de
chorizo…, la más solicitada, la de carne.
“Nos encanta la
empanada de carne y todos los años la compramos. La que llevamos el último
verano estaba especialmente exquisita, ¿habéis cambiado la receta?” Fue el
comentario más repetido por los clientes.