Nació un
tórrido miércoles de agosto a las quince y quince de la tarde. Tuvieron que
programar y provocar el parto porque, según su madre, se sentía tan cómodo en
su interior que, a punto ya de cumplir los diez meses de gestación, no daba
señal alguna de querer ver la luz. Él decía que no era una cuestión de
comodidad, sino de pánico. Comentario que, a lo largo de su vida, suscitó
muchas risas y nadie tomó nunca en serio. Ya no dice nada, pero si por él
fuera, hoy, a sus cuarenta y cuatro años, todavía seguiría allí dentro si esos
cabritos no le hubiesen obligado a salir.
Le bautizaron
con el nombre de José Mariano, pero jamás fue llamado así, siempre fue Pepe, a
secas. Tercero de cinco hermanos, tuvo que arreglárselas muy pronto para
encontrar su sitio. Difícil empresa pues, bien sus padres, bien sus abuelos,
balanceaban ese sitio de un lado a otro según les convenía en cada momento.
Unas veces su sitio estaba entre “los mayores” y otras, por el contrario, entre
“los pequeños”. Esas inconcreciones le marcaron y mucho. Se podría decir que su
vida estaba marcada por la medianía y, a fuerza de concesiones, se fue forjando
un carácter anodino y gris.
No solo no
destacaba nada en su personalidad, tampoco en su aspecto físico había nada
destacable. De ojos oscuros y escaso pelo castaño, no era ni guapo ni feo. Su
complexión era normal, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Digamos que era
tan insustancial que pasaba desapercibido en cualquier lugar. Nadie parecía advertir
su insignificante presencia.
Sabe cuándo comenzó
todo, pero desconoce, o prefiere desconocer, por qué comenzó. Llevaba
trabajando de maquinista en el metro desde hacía veintiún años. Le gustaba su
trabajo. Allí, entre las oscuras entrañas de la tierra se sentía seguro. Era
como hallarse en un gran útero materno. Una tarde le anunciaron que, por
motivos estrictamente estructurales, debían reducirle la jornada laboral a
veinte horas semanales. A partir de ese momento su horario sería de cuatro a
ocho de la tarde, de lunes a viernes.
A la mañana
siguiente, sin nada mejor que hacer, deambuló durante varias horas por el
Parque del Retiro. Hacía tanto tiempo que no variaba ni un ápice su rutina que
se sentía algo desorientado. De regreso a casa, observó cómo una anciana se
paraba junto a un banco y apoyaba sobre él unas bolsas con la compra. Solícito,
se ofreció para acompañarla a su casa portando las pesadas bolsas. La mujer
aceptó agradecida. Una vez en la humilde y lóbrega cocina, soltó la carga y sin
motivo aparente, cogió el primoroso paño blanco que colgaba de un gancho y
estranguló a la mujer. Salió de la casa temblando, con el paño en las manos y
con la imagen de la horrorizada mirada de su víctima clavada en su retina.
Los días
posteriores no salió de casa más que para encapsularse en su pequeña cabina del
metro. Esperaba manso con la absoluta certeza de que, en cualquier momento,
aparecería la policía para llevárselo detenido. No fue así. Nadie se presentó. Y
tres semanas después, con sus fantasmas contenidos, volvió a deambular por las
calles de la gran ciudad. Salir con un calzado cómodo y el primoroso paño
blanco en el bolsillo del abrigo se convirtió a partir de entonces en su nueva
rutina. Dejaría que su mediocre existencia y la indiferencia que provocaba en
los demás jugaran, por fin, a su favor.
Cada vez que ese paño oprimía un cuello, le venían a
la memoria las palabras que le dijera hace una eternidad Manoli; la única novia
que tuvo y con la que no estuvo más allá de ocho meses de relaciones. “Pepe, no
quiero seguir más contigo. Tu sonrisa es tan glacial que no me gusta que
sonrías. Me das miedo. Me da miedo tu mirada, tus ojos están vacíos y muertos,
son como los ojos de un tiburón.” Nunca nadie le dijo algo así. Ni tampoco él
hizo mención a nadie de las palabras que recibió, mucho menos aún a su madre, porque
sabía muy bien que, como siempre, hubiesen sido una excelente excusa para
ridiculizarle.