“Mi dulce Azucena, temo que estas
letras que hoy escribo con el corazón maltrecho nunca lleguen a vuestro
encuentro. La misiva que en mi nombre os hicieron llegar, y en la que os
muestro grande menosprecio y desaire, silenciaba, entre su bruna tinta, el
deseo y amor sincero que por vos siente mi espíritu.
Pensar que al posar por vez primera
vuestros convulsos labios sobre los míos padecí gran desazón. Hoy, evocar el
roce tenue de vuestros dedos despertando mi incólume y virginal carne me excita
y hace enardecer con frenesí mis anhelos.
¡Oh, mi dulce Azucena! Cuán
desmedido es el desasosiego que me atora y que viaja ligado a mí ahogándome en
la desdicha, pues conforme el ferrocarril avanza, mayor es mi tormento.
Culpable me siento y soy. ¿Acaso no
fui yo con mi embrujo, como me reprochasteis, la causa de vuestra perdición? Y
así y todo se me antoja que, de no habernos importunado madre, vos me hubieseis
instruido diestra hasta explorar cobijos tan gozosos como ignotos para mí.
Mi avezada institutriz, que en edad
me dobláis, no permitáis que mis principiados quince años os desvelen pues, a
pesar de que marcho a cumplir forzadas nupcias como escarmiento y en prevención
de males mayores, como así demanda padre, cuando menos lo esperéis me hallaréis
de regreso, pues mi palabra os doy de que jamás mis pensamientos se apartarán
de vos.”
Exánime, alzo el plumín del papel
extraviando tras los fríos cristales la atribulada mirada. Fregeneda. Unas
grandes letras azules sobre azulejos blancos en la fachada frontal de la
estación me anuncian el final del trayecto.
Con profusa desidia desciendo las
escalerillas e, indolente, permanezco en el arcén a la espera de recibimiento.
Al retomar el ferrocarril su marcha, una nubosidad me atrapa y oculta hasta
evaporarse perezosa. Como emergiendo de un lance onírico, unos sublimes ojos se
manifiestan encauzándose candorosos a mi encuentro. ¿Acaso por ventura la vida
me ha abandonado y un celestial querubín acude en mi amparo? ¡Cuán prodigiosa
perfección, beldad y primor en tan púber damisela!
—Disculpad a mi hermano por no
acudir a recibiros, mas han sido tan precipitados los acontecimientos que, aun
hallándose lejos de montería, presuroso está en retornar para reunirse con vos.
Hasta entonces, a mí han sido encomendados vuestro acomodamiento y contento.
Confío que la puerilidad de mis trece años no os cause motivo de contrariedad.
Mi nombre es Lorena y vos debéis ser Virtudes.
—Así es, mi querida Lorena, pero no
os inquietéis, mas por el contrario, auguro entre nosotras un inmejorable y
placentero entendimiento. ¿Os gustan los juegos?
Me dejo guiar asida de su brazo
hasta el interior de la estación donde una gran chimenea atenúa el frio
adherido en los huesos de los destemplados viajeros. Me arrimo por unos
segundos a ella y regreso con exquisitos movimientos atildados adueñándome
nuevamente de su brazo. Mientras nos alejamos entre cucamonas, la carta que ya
nunca llegará al encuentro de la dulce Azucena, crepita furiosa entre las
llamas.