Nunca se desprendía del teléfono
móvil. Incluso cuando salía temprano a correr se ajustaba el brazalete
deportivo para poder llevarlo cómodamente encima. No había completado ni una
tercera parte de su recorrido diario cuando escuchó el maullido de un gato.
Paró en seco y sacó el teléfono de su funda.
“¿Cómo tienes el puente?”. Como
siempre, sus parcos mensajes le producían una amalgama de sentimientos que se
alternaban entre la euforia y el desasosiego. Su primera intención fue llamarle,
pero le duró unas décimas de segundo, ella sabía bien que no debía hacerlo. Aunque
también estaba divorciado, no le gustaba sentirse comprometido ni atado. “Por
mí bien. ¿Dónde esta vez?”
Se
conocieron cuando ella, recién separada, decidió airearse un poco y pasar
unos días de vacaciones en Valencia junto a Bea, su hija de seis años. Los dos
llevaban a sus hijos a un teatro infantil. Desde el primer momento él sintió un
interés desmesurado hacia ella y no paró hasta conseguir un nuevo encuentro.
Ella, sin embargo, no sintió nada especial por él. Parecía encantador, eso sí,
pero nada más. Fueron sus atenciones y zalamerías las que la atrajeron como un
imán hasta su cama y las que, contra todo pronóstico, hicieron que se enamorara
de él, comenzando así un calvario de encuentros intermitentes.
Dos años habían pasado ya de eso y ahora
él marcaba los tiempos. Su lacónico mensaje era claro y significaba solamente
una cosa: estaba solo y quería compañía. La única duda radicaba en si se tenía
que desplazar ella a Valencia o, por el contrario, él iría a Barcelona. “Mejor
ven tú”. Leyó tras escuchar un nuevo maullido.
Eran contadas las veces que se reunían
y sus encuentros sexuales siempre estaban cargados de un deseo intenso, casi
animal. Solo cuando sus cuerpos desnudos permanecían ensamblados ella conseguía
aplacar los celos que la dominaban consumiéndola por dentro. Se atormentaba
imaginando los momentos de pasión que, sabía, se vivían asiduamente sobre aquel
colchón y entre aquellas sábanas. Momentos de pasión en los que ella no participaba.
Sentía celos de cada milímetro cuadrado de aquel dormitorio que, en su ausencia,
seguiría imperturbable como testigo y receptáculo de otros cuerpos desnudos
que, como el suyo, aliviarían la insaciable avidez de su morador, haciendo que
el deseado encuentro, una vez más, hiriera inclemente su alma con un mordisco
voraz.
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