Hacía frío. La
nevada caída la noche anterior dejó su huella en las estrechas calles
haciéndolas casi impracticables. La tristeza seguía mordiéndole las entrañas
pero, un día más, una llama liviana se obstinaba en quedar prendida en su ánimo
álgido.
Se había
sentido durante demasiado tiempo derrotado y ahora no era capaz de identificar
lo que removía su anestesiado espíritu. Desde que ella se fuera hacía ya seis
años, un monstruo cavernoso se desplomó llevándose por delante cualquier
vestigio de emoción o sentimiento. Demasiadas noches vagando entre la penumbra
por las angostas calles del centro de la ciudad persiguiendo nada y a nadie.
Aislado de todo y de todos. Seducido por su desidia y abandono. Maldiciendo y
compadeciéndose.
Días atrás, don
Jesús le encargó que recogiera un abrigo nuevo que había mandado confeccionar en
una prestigiosa sastrería. Los Lirios era el barrio más distinguido de la
ciudad y llevaba años sin pasear por sus nobles calles. Claro que, nunca se le
había perdido nada por allí. Pero él siempre hacía lo que le encargaba don
Jesús.
La sastrería
era algo más que un negocio selecto en un señorial edificio de finales del siglo
XIX. Allí se daban cita los caballeros más respetables y pudientes de la alta sociedad.
Le hicieron esperar unos minutos en una exquisita sala hasta que aparecieron
con el flamante abrigo envuelto en una estilosa funda que lo protegía. Se lo
entregó una mujer. No sabría decir si era alta o baja, morena o rubia, gorda o
delgada. Sí recuerda que le sonrió. Recuerda su sonrisa.
Había vuelto al
barrio de Los Lirios llevado por un impulso silente. Supo, en cuanto la vio,
que ella era quien había prendido esa tenue luz que hacía días caldeaba su
gélido espíritu. Le miró y sonrió. Ya no sentía frío.