El día había
despuntado raso y frío. La luminosidad de aquella mañana era perfecta para
contemplar en toda su magnificencia y belleza aquel extraordinario paraje. La
comisión de expertos que designara hacía ya dos años había hecho un excelente
trabajo. Tanto arquitectos, canteros, astrólogos, etc., habían acertado plenamente
en el emplazamiento escogido. Las inmediaciones de la Fuente de Blasco Sancho, al
pie del Monte Abantos y junto a la pequeña aldea de El Escorial, era el lugar
idóneo.
Desde la
victoria cuatro años atrás en la Batalla de San Quintín el 10 de agosto,
festividad de San Lorenzo, no pensaba en otra cosa. Aunque fue el posterior
fallecimiento de su padre el detonante definitivo. Era indispensable disponer
del mejor arquitecto y para ello se hizo necesario y apremiante hacer volver a Madrid desde
Roma a Juan Bautista de Toledo, nombrándole arquitecto real.
En medio de
un remanso de paz, sentado sobre aquel pedregal granítico labrado en forma de
asiento, observó jubiloso cómo se aproximaba el negro carruaje por el bacheado
y polvoriento sendero. Frenados los caballos y tras unos breves segundos bajó,
no sin dificultad, quien estaba esperando.
—Mi apreciado
Juan Bautista, acérquese y siéntese junto a nos —dijo con su habitual cortesía.
—Su católica
majestad, hasta un trono para vos poseen estos bellos parajes —observó
divertido el arquitecto real saludando con una protocolaria reverencia.
—Se
preguntará por qué le he citado en este retirado lugar. Dígame, Bautista, ¿qué
impresión le merecen estas tierras?
—Sin duda son
muy hermosas, majestad.
—¿Tan
hermosas como para construir sobre ellas el gran sueño de vuestro rey? Vos
sabéis que os hice venir de lejos para realizar importantes obras reales de las
que estoy gozosamente complacido. Pero es hoy, ante estas maravillosas tierras
y ante Dios Nuestro Señor, cuando oficialmente le encomiendo a vos el diseño y
construcción del que será llamado Real Monasterio de San Lorenzo. Será esta
magna obra, mi apreciado Juan Bautista, la que a partir de ahora ocupe todo
vuestro tiempo y atención.
—Majestad, no
puede haber mayor honor para mí.
—El emperador
y rey, mi señor y padre, remitió su deseo de descansar eternamente junto a la emperatriz
y reina, mi señora y madre. Este nuevo monasterio que construiré asegurará el
culto en torno a un panteón familiar donde poder darles sepultura, y con ellos,
a todos sus descendientes.
—¿He de
concebirlo pues como un templo, mi señor?
—Será mucho
más que eso. Será concebido como una ciudad real, palaciega y monacal. Se
destinará a basílica con un panteón dinástico y un monasterio oficiado por los
monjes de San Jerónimo que recen por sus almas. También se designará a palacio real,
biblioteca y seminario. Es mi deseo que, una vez concluido, sea considerado por
su majestuosidad y grandeza como la octava maravilla del mundo.
—Así será, majestad.
He de suponer que no careceré de medios para que tal fin se lleve a término.
—Como no podría
ser de otro modo contaréis con todo lo necesario. El emplazamiento no puede ser
mejor. Dispone de abundante caza y leña, un aire y unas aguas de extraordinaria
calidad y buenas canteras de granito y pizarra.
—Excelente.
—¿Sabía vos que
es en Madrid donde se halla el centro geográfico de la península? Le anuncio,
pues será de gran interés para vos, que es mi intención y deseo cambiar la
capitalidad del reino de la ciudad de Toledo a la de Madrid. Eso, le facilitará
mucho las cosas.
—Sabia y
práctica decisión, majestad. Presto empezaré a trabajar para poder entregarle a
la mayor brevedad las primeras trazas de este su colosal monasterio.
—Vaya pues
pensando en esta magna obra y tenga a buen seguro que mantendremos frecuentes
entrevistas para confrontar nuestras respectivas ideas. A partir de hoy, buena
parte de mi tiempo lo ocuparán la adquisición de terrenos y la contratación de
los mejores especialistas. ¿Qué le parece Pedro de Tolosa como maestro de
obras?
—No se me
ocurre nadie mejor, majestad.
—Bien,
hablaremos pues de todos esos detalles más adelante. Ahora, retírese y déjeme
recogerme en soledad para dar gracias a Dios Nuestro Señor.
—Siempre a
su disposición, su católica majestad —dijo el arquitecto real a la vez que se
inclinaba ante su rey, Felipe II.