No consigo respirar. En cada
aspiración, el aire se queda paralizado a medio recorrido como si, consciente y
por propia voluntad, se negase en rotundo a fluir hacia mis hambrientos
pulmones. Según Atrévete a vivir sin
anestesia, uno de mis sitios web preferidos, bien podría tratarse de
ansiedad producida por estrés, bien podría hallarme en ese momento en que la
vida te pilla de improviso y te zarandea bravía para ponerte en tu sitio. Eso,
o como dice mi madre: «Si te dejaras de tanto interné ese y tanta máquina del demonio, y asomaras el morro a la
calle y conocieras a gente, no parecerías cada vez más un despojo humano. Mi
tesoro». Así que, con esos y otros muchos y avezados consejos acopiados de la
red los últimos meses, no me ha quedado otra que aventurarme a volar y partir
al mundo real en mi propia búsqueda.
No, no soy una persona valiente,
ni mucho menos. Mi periplo, andanza, o espantada, que de las tres cosas hay, no
significarán un cambio radical ni un giro de ciento ochenta grados en mi vida.
No, mi intención es más bien modesta: tantear territorio desconocido, y si eso…
El verano se postra sumiso ante
el inaplazable otoño y la mañana luce lluviosa. Sería esta una ocasión
inmejorable para equiparme con el chubasquero amarillo que me compré online
hace tres años si no fuera porque desde entonces he aumentado, al menos, tres
tallas. Las nueve menos cuarto. En la estación no hay ni un alma. Mejor. Dejo
mi recién estrenada mochila sobre los adoquines del arcén y doy tediosos paseos
de un extremo a otro para hacer, sin demasiado éxito, más corta y llevadera la
espera. Cuando al fin aparece el tren a lo lejos, sufro una fuerte conmoción
interior. Se me antoja una fiera de hechuras hercúleas y su enérgica señal
acústica dentellea mi, ya de por sí, pusilánime ánimo.
Todo yo quiere salir corriendo,
pero ante mi desconcierto, mis pies toman la iniciativa y, acarreando con el
resto del cuerpo, se dirigen ágiles a la escalerilla, la suben y me trasladan
hasta el asiento más próximo a la entrada. No sé si son los nervios, o la
panceta del desayuno, pero comienzo a sentir nauseas. Intento respirar hondo
para tranquilizarme pero los malditos pulmones no se abren. Busco un pañuelo para
quitarme el sudor de la cara y en medio de la maniobra me quedo observando a
una mujer medio joven, medio no tan joven, agraciada en cualquier caso, que
arrastra perdida su mirada por el paisaje llano y baldío que le muestra el
cristal. Intuyo, sin fundamento alguno y al buen tuntún, que su tristeza está
motivada por un desamor. Pobre. Devastador padecimiento debe ser ese. ¿Qué
andaba yo buscando? ¡Ah, sí, el pañuelo!
Me sobresalta un hombre
corpulento que se concreta de la nada y se sienta a menos de medio metro frente
a mí. Este debía estar desayunando en el vagón cafetería. Prefiero pensar eso y
no que acaba de levantarse de un retrete. Hace un gesto tosco con la cabeza y
bufa un «buenas». Embutido en su
deslucido traje, y sin esperar de mí contestación, despliega un periódico
deportivo y lo coloca estratégicamente cubriendo su cabeza para que haga de
parapeto entre ambos. Un gesto, por otra parte, que me alivia sobremanera.
Aunque ahora ya no puedo verla, me ha parecido advertir en su cara un rictus agrio
de amargura condensado de años. No tiene pinta de ser feliz y me da en la nariz
que tampoco debe ser de los que hace felices a los que tiene alrededor. Puesto
que mi avinagrado vecino mantiene bien afianzado el periódico con sus gruesas
manazas delante de mi careto, aprovecho y leo por encima para entretenerme.
¡Increíble! ¿Será verdad? ¿Cinco le han caído al Barça?
¡En mala hora me dejé el iPhone 6
en casa! El primer punto de obligado cumplimiento en la guía definitiva de Viaja hacia dentro, de Atrévete a vivir sin anestesia, rezaba:
«Despréndete de cualquier dispositivo con conexión a internet en esta nueva
etapa de tu mayor y mejor viaje a ti mismo». ¡Ni a mi madre se le hubiese
ocurrido semejante sandez! Siento taquicardia y mi pierna derecha comienza a
moverse descontrolada en un tic nervioso. Intento respirar todo lo profundo que
puedo pero, como me temía, se queda en eso, en intento.
Mareado y casi al borde de un vahído,
advierto un detalle que provoca en mí estupor por lo descabellado. Al fondo del
vagón, una pareja joven parece pelar la pava. Digo bien, parece. Ella,
recostada sobre él, exhibe ufana escotazo mientras ronronea melindrosa a su
oído. Por el brío con el que el pasajero de enfrente se da aire con el catálogo
de Carrefour, diría que, al menos,
los esfuerzos de la chica no caen en saco roto, ya que, simultáneamente, su despegado
acompañante, está más entregado guiñando el ojo y poniendo morritos a mi menda
lerenda.
«Se comunica a los señores
viajeros que el tren efectuará su próxima parada en la estación…».
Aliviado, cruzo de andén para
coger el primer tren en dirección contraria que me lleve de vuelta a casa.
Definitivamente, salir al mundo real de otros ha hecho que me sienta mucho
mejor porque he comprobado que, pese al ostracismo y los kilos de más, no vivo
triste, ni amargado, ni en una mentira.
He dejado de sudar y el obstinado
tic de la pierna ha desaparecido, respiro hondo y el aire irrumpe dócil
dilatando al máximo mis pulmones. ¡Por fin! Saco de la mochila una bolsa extra
grande de Ganchitos y, mientras la
devoro y relamo mis dedos teñidos de naranja, me recreo imaginando las
múltiples respuestas de admiración que recibiré cuando todos lean en el foro
las experiencias vividas en este mi revelador viaje hacia mí mismo, exhortándoles
encarecidamente, eso sí, a no hacer ni puñetero caso a la guía definitiva de Viaja hacia dentro, de Atrévete a vivir sin anestesia.