Remolonea los últimos minutos en la
cama. Se despereza para, como le indicaba siempre Paolo, su entrenador
personal, desentumecer los músculos. Casi no podía creer lo que su marido
Javier le había contado sobre Paolo. ¡Qué poca vergüenza! Si no le llega a echar
él, le hubiese echado ella misma. Confiaba en que Javier le encontrara otro
entrenador pronto.
Se calzó las elegantes zapatillas de
piel color champán y se cubrió con la exclusiva bata de lana de cachemir a
juego. Frente al espejo, posó sus cuidadas manos en las mejillas haciéndolas
ascender hasta el final de sus pómulos en un gesto cotidiano con el que corroboraba
el óptimo resultado de los asiduos tratamientos en la tersura de su cutis. Acercó
su rostro abriendo la boca en una mueca para contemplar su perfecta e
inmaculada dentadura.
Bajaba las escaleras para dirigirse
a la cocina cuando sonó el timbre de la puerta. Maldita sea, pensó, si
estuviese Juanita no tendría que abrir yo deprisa y corriendo. Javier decidió
que no quería ver a nadie por casa y la despidió, lo que provocó una fuerte
discusión entre ellos que aún perduraba. Traían una carta certificada de la
Agencia Tributaria a nombre de Javier que, tras aceptarla y firmar, dejó sobre
la mesita de la entrada.
Encendió la televisión de la cocina
y enchufó la cafetera. Las once. Hoy martes estaría tomando clases de golf en
el club pero, por lo que se ve, las habían anulado por reforma en las
instalaciones. ¡Qué desagradable era poner la televisión! Toda esa gente
andrajosa deambulando por media Europa. ¿No estarían mejor en sus casas? ¡Qué
ganas de fastidiarnos a todos!
Sonó un zumbido y sacó su teléfono
del bolsillo de la bata. Javier. Sin saludar y en tono seco, le dijo lo primero
que se le pasó por la cabeza. No será importante, pero te ha llegado una carta
certificada. Te la he dejado sobre la mesita. Imposible ocultarlo más, Javier
le soltó a bocajarro lo que sucedía. Hacienda les embargaba todos sus bienes.
Estaban arruinados y en la calle.
Su tez tersa iba perdiendo
luminosidad conforme su cerebro empezaba a encajar las piezas. Agarrada a la
taza de café, centró su atención en la pantalla de cincuenta pulgadas que
colgaba de la pared. Una mujer, cubierta con una manta, calada hasta los huesos
y con un bebé en brazos, la miraba fijamente con ojos desesperados, casi sin
vida.
¡Dios mío!