Un fogonazo verde en el horizonte fue
el preludio de la batalla interior que destruyó mi entendimiento, zarandeando
una prometedora existencia y derribando lo que muchos auguraban como un salvo y
predestinado sino.
Por entonces, en mi Sevilla natal, ya
era agasajado por grandes hombres de poder y fortuna que pugnaban por mis
servicios. Que mi maestro me aceptara como aprendiz en su afamado taller me
facilitó las cosas, no diré otra cosa, pero el gran salto solo fue posible
gracias a mi craso e innato talento, cada día más reconocido.
La misiva lacrada del duque llegó
recién retorné de la espléndida Florencia. Allí me había impregnado del arte
que, como si flotase liviano mecido por el aire, parecía alcanzar cada uno de
sus recónditos espacios. Y con el espíritu colmado de inspiración y oficio,
acepté el encargo de retratar a su joven hija.
Sentada sobre un suntuoso sillón, me
recibió con una mirada tan glaciar como pétrea esmeralda. La duquesita, como así se la conocía en la
Villa, era una venus púber acostumbrada a las reiteradas lisonjas de jovencitos
bisoños y vetustos lujuriosos. Conocedora de la fascinación y arrobo que
producía en los hombres, seducía a cuantos incautos se acercaban a ella y que,
como avezados nautas ante los cantos de sirenas, caían en el más profundo de
los éxtasis primero y desesperanzas después. Esa, al menos, era la leyenda que
corría de boca en boca y a la que de primeras, un hombre juicioso como yo, no
quiso dar credibilidad.
Mientras posaba día tras día distante
y regia, con su majestuoso vestido de terciopelo y brocados, el lienzo
inmaculado se iba convirtiendo, trazo a trazo y pincelada a pincelada, en un
magnífico y, a la vez perturbador, retrato de aquella seductora niña mujer. Casi
concluido, no juzgué necesario que posase más y así se lo hice saber. A la
mañana siguiente, la duquesita no me esperaba sentada en su sillón. Inmerso en
la contemplación de mi obra no la vi acercarse. Me sobresalté al sentir sus
ardientes y trémulos senos tentando mi espalda. Una vaporosa camisola dejaba
vislumbrar su sublime cuerpo, insolentemente delicioso y joven. El deseo
largamente contenido estalló apoderándose de mí, poseyéndola con tal furia que
sus gritos gozosos aún hoy me acompañan.
El duque, desconcertado pero,
exhortado por su hija, rechazó el retrato expresando su malestar por lo que, me
manifestó, no era un buen trabajo. El boca a boca volvió a actuar implacable
poniendo fin a mi recién estrenado prestigio como talentoso artista. Hoy,
decrépito y menesteroso, contemplo el viejo lienzo y vuelvo a evocar cómo,
agazapado en sus estáticos ojos esmeraldas, un fogonazo verde en el horizonte
fue el preludio de una batalla perdida.
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