11 diciembre 2015

Luchas

Del gris y ruinoso edificio no cesan de salir combatientes armados hasta los dientes. Intenta esquivarlos. Corre fusil en mano hacia los depósitos buscando protección. Está atrapado. Le disparan y cae. ¡Maldita sea, otra vez no!
¿Se puede saber qué haces, Guille? Deja la consola y ponte a estudiar. ¡Ya!

08 noviembre 2015

El último viaje

Tras el fuerte golpe, consigo abrir los ojos. Tirito. Finas gotas impactan contra mi visera agrupándose y formando regueros fugaces. Intento incorporarme. El reconfortante repiqueteo del agua sobre el casco eclipsa las sirenas hasta hacerlas desvanecer. Adormecido, siento cómo el dolor, el frío y el miedo, dulcemente me van abandonando.


30 octubre 2015

Cambio de rumbo

Remolonea los últimos minutos en la cama. Se despereza para, como le indicaba siempre Paolo, su entrenador personal, desentumecer los músculos. Casi no podía creer lo que su marido Javier le había contado sobre Paolo. ¡Qué poca vergüenza! Si no le llega a echar él, le hubiese echado ella misma. Confiaba en que Javier le encontrara otro entrenador pronto. 
Se calzó las elegantes zapatillas de piel color champán y se cubrió con la exclusiva bata de lana de cachemir a juego. Frente al espejo, posó sus cuidadas manos en las mejillas haciéndolas ascender hasta el final de sus pómulos en un gesto cotidiano con el que corroboraba el óptimo resultado de los asiduos tratamientos en la tersura de su cutis. Acercó su rostro abriendo la boca en una mueca para contemplar su perfecta e inmaculada dentadura.
Bajaba las escaleras para dirigirse a la cocina cuando sonó el timbre de la puerta. Maldita sea, pensó, si estuviese Juanita no tendría que abrir yo deprisa y corriendo. Javier decidió que no quería ver a nadie por casa y la despidió, lo que provocó una fuerte discusión entre ellos que aún perduraba. Traían una carta certificada de la Agencia Tributaria a nombre de Javier que, tras aceptarla y firmar, dejó sobre la mesita de la entrada.
Encendió la televisión de la cocina y enchufó la cafetera. Las once. Hoy martes estaría tomando clases de golf en el club pero, por lo que se ve, las habían anulado por reforma en las instalaciones. ¡Qué desagradable era poner la televisión! Toda esa gente andrajosa deambulando por media Europa. ¿No estarían mejor en sus casas? ¡Qué ganas de fastidiarnos a todos!
Sonó un zumbido y sacó su teléfono del bolsillo de la bata. Javier. Sin saludar y en tono seco, le dijo lo primero que se le pasó por la cabeza. No será importante, pero te ha llegado una carta certificada. Te la he dejado sobre la mesita. Imposible ocultarlo más, Javier le soltó a bocajarro lo que sucedía. Hacienda les embargaba todos sus bienes. Estaban arruinados y en la calle.
Su tez tersa iba perdiendo luminosidad conforme su cerebro empezaba a encajar las piezas. Agarrada a la taza de café, centró su atención en la pantalla de cincuenta pulgadas que colgaba de la pared. Una mujer, cubierta con una manta, calada hasta los huesos y con un bebé en brazos, la miraba fijamente con ojos desesperados, casi sin vida.
¡Dios mío!

04 octubre 2015

Temporal de contención

Le oprimía el pecho y a cada nuevo intento le costaba más respirar. Los lánguidos rayos de sol, que entre las rendijas de la persiana lograban implantarse tozudos, no bastaban para calmar sus cada vez más frecuentes estados de ansiedad. Al menos, y a diferencia de lo que ocurría en los días oscuros y grises, no los agravaba más.
Preferiría no tener que levantarse de la cama, pero sabía que eso no iba a suceder. Cada mañana, sin excepción, abandonaba entre quejas e improperios lo que para él se había convertido en un refugio donde poder descargar todo el tormento y la rabia que sentía sin tener que dar explicaciones a nadie. Solo deseaba que le dejaran en paz.
Taciturno, se dirigía remolón al gimnasio. Era el único momento del día en que sus propios lamentos eran acallados por los numerosos lamentos ajenos. Dicen que el primer día es el peor, pero para él lo estaban siendo todos. Esas pasarelas le llenaban de angustia y se negaba a utilizar a “Lokomat” porque lo consideraba una pérdida de tiempo. Odiaba que le insistieran para todo. Para comer, para reír, para llorar, para andar, para hablar…
Había llegado su turno y le estaban esperando. Les hubiese mandado a la mierda pero después de dos semanas sabía que esa gente no iba a aflojar ni a ceder. Para su desgracia, no eran de los que tiraban la toalla. Y esa, como las demás veces, su cuerpo acabó desplomándose sobre el suelo de caucho azul.
No quería seguir allí ni un segundo más. Ni allí ni en ninguna parte. Huyó descompuesto y sin control por los pasillos hasta que vio de refilón un fogonazo al que escoltó, breves segundos después, un fuerte estruendo. Frenó en seco. Las puertas se abrieron al detectar su presencia y salió al exterior. Olía a tormenta. Le asaltó un sueño que últimamente se le repetía recalcitrante. Heidi, la niña huérfana de los Alpes, viajaba feliz y entre risas sobre una esponjosa e impoluta nube. Irónico, teniendo en cuenta que su realidad era otra bien distinta. Nubarrones, amenazadores y grises, se habían conjurado contra él. Alzó la cabeza al sentir cómo las primeras gotas impactaban sobre su cuerpo. La lluvia comenzó a arreciar pero allí permaneció impasible con los ojos cerrados. El agua se acumuló en sus cuencas desbordándose por las ya mojadas mejillas, consiguiendo arrastrar y enseñar el camino a unas lágrimas férreamente contenidas desde que un día aciago, ocho semanas atrás, un fuerte aguacero provocara el derrape de su moto precipitándole contra el asfalto y postrándole para siempre en una silla de ruedas.
Estaba llorando. Respiró hondo y sintió cómo tras sus párpados nacía una luz intensa. Cuando abrió sus ojos, el sol asomaba entre las nubes triunfante y brillando con fuerza.

28 septiembre 2015

Silenciados

—Qué han pasado, ¿treinta años?
—Treinta y dos —dije de inmediato y sin pensar.
—Parece que te esté viendo corretear por todo el pueblo haciendo barrabasadas junto con los demás zagales. ¡Mira que erais tarambanas toda la chiquillería!
Damián era buena gente, había tenido sus rencillas con el abuelo por tema de tierras y pastos, pero nunca llegó la sangre al río y siempre acabó reinando la cordialidad entre vecinos.
—Es una pena. ¡Con lo que te gustaba venir a pasar los veranos con tus abuelos! Claro que, después de que le destrozaran la cabeza a la criatura de los Pardinos, y sin dar hasta hoy con el malnacido que lo hizo, se entiende que no quisieras volver nunca más por estas tierras.
—¡Ajá!, eso es —mascullé ausente mirando con añoranza la vieja fachada de piedra tiznada de verdín.
—Hijo, si no es indiscreción, ¿para qué has vuelto después de tantos años? ¿Por fin te has decidido a vender la casa de tus abuelos?
No le contesté. De no ser porque él tenía las llaves de la casa, ni me hubiese acercado a saludar. No estaba ahí de visita. Y no, no pensaba vender nada, dejaría que el abandono y el tiempo derribaran hasta la última piedra.
Adentrarme en aquella vieja casa de pueblo me hizo retroceder a la niñez. Reminiscencias en tropel de días en pantalón corto tamizados bajo un filtro de color sepia, llenos de calor y luz, de juegos y risas y de amor. De amor y de odio.
La calidez con la que en el pasado me acogían esas paredes y sus moradores, había dejado paso a una frialdad severa acompañando a la destemplanza de la ausencia. Recorrí sus alcobas encaladas que aún amparaban en su interior los viejos colchones de lana y los cabeceros de latón, de donde pendían imperturbables los arcaicos interruptores de perilla de baquelita negra.
—¡Váyase, Damián, en cuanto termine aquí le dejaré las llaves bajo la piedra del corral para no molestarle! —grité a todo pulmón para asegurarme de que el viejo me oyera.
Remonté inquieto, como antaño, los deslucidos peldaños de roble que ascendían al lúgubre y siniestro desván. Estaba exactamente igual a como lo recordaba. Sombrío y en sepulcral silencio. La humedad que habitaba por toda la casa, allí se hacía más patente. Inmóvil en el quicio de la puerta, esperé a que mis ojos se adaptasen a la penumbra. Un violento e inesperado escalofrío me sobresaltó.
Era tan guapa. Y tan estúpida. Si al menos hubiese leído la carta. Me la devolvió intacta y se fue agarrada del brazo de Alfonsín, riéndose. Riéndose de mí. Esa misma noche, cuando supe que se había quedado en cama enferma, aproveché el bullicio de las fiestas para dejar claro que conmigo no se jugaba.
Ahora podía verlos. Allí permanecían confinados y mudos. La carta de amor perfumada que ella me devolvió sin leer, el tirachinas que hizo añicos el ventanal de su habitación y el martillo que el abuelo creyó extraviar. Secretos ataviados de polvo que el viejo desván sigue custodiando en silencio, eclipsando durante décadas la verdad sobre la trágica desaparición de la pequeña y estúpida Lucía. 

16 septiembre 2015

Silenciados (Micro)

Allí permanecen confinados. La carta de amor perfumada que ella le devolvió sin leer; el tirachinas que hizo añicos el ventanal de su habitación; el martillo que el abuelo creyó extraviar. Secretos ataviados de polvo que el viejo desván custodia, eclipsando durante décadas la verdadera desaparición de la pequeña Lucía.



11 septiembre 2015

Encrucijadas

Estaba enfadado. Peor aún. Estaba furioso. No iba a consentir que me gritaran más ni que me dijeran lo que sí o lo que no podía hacer. Estaba harto. Tenía casi doce años y ya era mayorcito para aguantar tonterías. Adri, mi hermano mayor, tenía once años cuando se emborrachó bebiéndose, hasta dejar seca, la bota de vino que el abuelo colgaba en el rudimentario gancho de alambre sujeto a la rama baja del viejo castaño y, después de tres veranos, todavía todos se echaban a reír como bobos cuando alguien contaba la historia, pero eso sí, si yo me gastaba en petardos todo el dinero destinado a comprar el aguardiente que la abuela convertiría en pacharán, me caía una buena colleja electrizante de las que repartía mi padre que, bajando por la columna, te sacudía todo el cuerpo.
Con el dolor aún punzante en la nuca y en mi orgullo, le eché valor y, encarándome a mi madre, le dije que me diera todo el dinero que había estado ahorrando hasta ese momento y que ella me había ido guardando. A la pregunta de para qué lo quería, solo recibió cuatro palabras que le disparé como perdigones: “Me voy de casa”.
Guardé los billetes en el bolsillo de atrás del pantalón corto. Abroché bien el botón para asegurarme de que no se caerían y cogí la bicicleta que estaba tirada sobre el estoico arbusto de uvas de San Juan junto al muro de piedra. La puerta metálica de acceso de los coches estaba abierta y bajé a toda velocidad la rampa hasta tomar la estrecha carretera cuyo arcaico asfalto bacheado no impidió que me alejara pedaleando.
Parecían horas las que llevaba haciendo un esfuerzo sobrehumano luchando contra aquella pendiente. Hasta que mis escuálidas piernas dijeron basta. La interminable cuesta me venció, y contrariado, tuve que bajarme de la bici. Desde donde estaba no se veía ya ni rastro del pueblo. No quería por nada del mundo dar la vuelta pero sabía que no llegaría muy lejos si seguía carretera arriba. Y allí parado, a punto ya de rendirme y dar marcha atrás, apareció ante mis ojos un agreste y angosto camino pelado de maleza.
Me fui acercando a él muy despacio, como hipnotizado, hasta que el ruido de un coche que se aproximaba me obligó a adentrarme en su interior a la carrera. Conforme iba avanzando, percibía cómo los ruidos que antes se escuchaban nítidos, se iban poco a poco silenciando. Para cuando vi las primeras casas, apenas sí se escuchaba el reposado correr del agua que lo encharcaba todo. Dejé a un lado la bicicleta y, con sumo cuidado, fui posando mis pies sobre las pocas piedras que no cubría el agua. Parecían colocadas a propósito por los habitantes de ese puñado de casas para poder moverse sin empaparse los pies. Sin duda, este debía ser Chaguada, el pueblo abandonado del que tanto hablaban los mayores.
Pronuncié un hola tan débil que ni yo pude escuchar. Silencio. Empujé la vieja puerta y su hoja pútrida cubierta de verdín se abrió deslizándose hasta donde la tierra y la hojarasca acumulada durante años le permitieron. Estaba oscuro y apestaba a humedad. La claridad que penetró tras abrir el único ventanuco existente transformó lo que en un principio se me antojó lóbrego y desapacible, en un espacio fascinante colmado de tesoros.
Colgado de una gruesa cadena sobre el hogar, un gran caldero de cobre presidía la estancia. A su alrededor, pegados a las ennegrecidas paredes de piedra, dos grandes escaños de madera tan ensombrecida por el fuego como la piedra, delimitaban la cocina. Un vasar hendido en el muro, un par de sobrias arcas, varias sillas y toda clase de utensilios como potes, cestos, romanas, candiles y aperos de labranza, hacían difícil pensar que aquel fuera un lugar abandonado. Una rústica alacena guardaba sobre sus anaqueles numerosos libros. Estaban encuadernados en piel y eran muy antiguos. ¡Cómo le iba a gustar todo esto a Inés! Otro día vengo con mi hermana y entre los dos exploramos el resto de casas. Me voy corriendo a contárselo, pero antes me tiene que jurar que no le va a decir nada al idiota de Adri.
¡Mamá!, ¿qué hay de merendar?

09 agosto 2015

Antes la obligación que la devoción

Espera una llamada. Un nuevo lagrimón rebosante declina hasta la comisura de sus labios humedeciéndolos. Suena el teléfono. «Salvatore no puede ver un nuevo amanecer». Sereno, vierte la cebolla cortada en la cazuela, extrae su revólver del tercer cajón y apaga el fuego. Los Fettuccine alla Sorrentina tendrán que esperar.



17 julio 2015

Convergencias en los filos del tiempo

La última vez que supo de ella, unos años atrás, le habían contado que vivía en una pequeña aldea perdida en el norte. Entonces pensó que si cogía el coche podría… Pero no lo hizo. No le echó atrás lo imposible de la empresa, esa vez le frenó la ausencia de lo único que le permitía levantarse cada mañana. La esperanza.
Se conocieron veintidós años atrás. Él festejaba junto a sus compañeros el término de los últimos exámenes de Medicina. Desde la Glorieta de Quevedo, camino a Cuatro Caminos, iban parando en cada garito que encontraban abierto para tomarse una copa. Fue en el tercer local donde su corazón dejó de latir por unos segundos para, seguidamente, acelerarse como un Concorde. Minutos después, sus piernas se negaban en rotundo a abandonar el lugar, dando así por finalizada la peregrinación nocturna. Frente a ella, apoyado en la pared y con el vaso de tubo vacío en la mano, permaneció horas contemplándola extasiado, haciendo acopio del arrojo necesario para aproximarse. ¿Te importa si me siento a tu lado?, le dijo al fin. Ella volvió la cabeza para contestarle pero sus ojos, sorprendidos, se cobijaron en los de él acuartelándose e impidiendo que de su boca saliera palabra alguna. No eran necesarias. Nunca un silencio dijo tanto.
Marchó de regreso a Orense con la firme intención de volver para reunirse de nuevo con ella después del verano. No volvió. Le dijeron que se había enamorado de otro. Una mentira que su autor no confesó hasta varios años después. Fue entonces cuando comenzó su zigzagueante búsqueda. Ni una pista. Nada. Solo en noches de zozobra la encontraba entre sombras agitadas para volver a perderla en una lacerante pesadilla que se repetía a lo largo de los años inmisericorde. Su recuerdo, siempre presente y marcado a fuego, tronchaba cualquier intento de acallarla olvidándola en otros ojos. Ojos que agonizaban y siempre huían desengañados abandonándole entre reproches.
El aviso del ingreso por urgencias de una mujer, vecina de Agra, con politraumatismos, le sacó bruscamente de su recogimiento. “Malditos accidentes”, pensó. Cuando la ambulancia llegó al hospital, la vida de la mujer se desprendía de su cuerpo a jirones en una apresurada huida. Apenas fue perceptible. Esos ojos que nunca pudo olvidar, volvieron a posarse en los suyos reconociéndole y revelándole en silencio que ella siempre supo que volverían a encontrarse.
Las lágrimas le escocían y le costaba respirar. Aunque intentaban recomponerle, él permanecía abrazado a ella meciéndola y susurrándola. Se había ido pero su muerte nada cambiaba. No sabía dónde ni cómo, pero le juraba que volverían a encontrarse porque, fuese a donde fuese, jamás dejaría de buscarla.


13 julio 2015

Sobre la pista

Aparece en escena. Decenas de ojos le observan expectantes. Un foco de luz blanca se centra en él. Tropieza provocando un aluvión de carcajadas. Dichoso, se levanta para volver a tropezar con sus enormes zapatones y su colorido traje, consiguiendo, una tarde más, que la ilusión irrumpa en la pista.


07 julio 2015

Apogeo y colapso de una estrella

Desearía que el tiempo se curvara sobre sí mismo para poder volver atrás. Justo antes de conocerle. Ella entonces era dueña plena de su propia existencia. Su espíritu ondulaba en un confortable estado de calma chicha que, debido a un efecto espejo, reflejaba su luz interior haciéndola resplandecer. Todo parecía tener sentido. Se hallaba fuerte y, aunque no sabía bien lo que quería, al menos ya sí sabía lo que no. Esa seguridad y aplomo le proporcionaba irresistibles destellos magnéticos. Disfrutaba de un periodo de autocomplacencia y despreocupación y, eso, le pasó factura.
La noche que la abordó, la de su cuarenta cumpleaños, ella brillaba como pocas veces lo había hecho. Junto a su grupo de amigas, salieron dispuestas a “quemar la noche”. Hasta con una bata de guata hubiera estado bella pero, ataviada con aquella sugestiva minifalda, regalo de sus amigas, estaba realmente radiante.
Él, un hombre inseguro y veleidoso, cada mañana se enfunda en un ropaje de arrogancia y artificio que, a fuerza de acomodarse, se le ajusta como una segunda epidermis. Embarcado en su largo champán, camuflado al vaivén inestable de sus aguas turbias, navega buscando estrellas rutilantes como si un astrolabio imaginario le guiase certero hasta ellas.
Captó su luz. Por un corto espacio de tiempo hizo aumentar su luminosidad hasta que, como a una supernova, la colapsó ocasionando su debilitamiento y total extinción. Alteró su esencia originando un agujero negro que desde entonces solo arrastra hacia sí, desconsuelo y amargura.


11 junio 2015

En un motel de cine

El agua mana del rociador arrastrando la tensión acumulada los últimos días. Súbitamente, la cortina se abre. Una silueta de mujer empuña un cuchillo que hunde repetidamente sobre el cuerpo mojado de la joven. Música y gritos se aúnan en estridente fragor mientras la sangre fluye mansa hacia el sumidero.


07 junio 2015

Predestinado

Un fogonazo verde en el horizonte fue el preludio de la batalla interior que destruyó mi entendimiento, zarandeando una prometedora existencia y derribando lo que muchos auguraban como un salvo y predestinado sino.
Por entonces, en mi Sevilla natal, ya era agasajado por grandes hombres de poder y fortuna que pugnaban por mis servicios. Que mi maestro me aceptara como aprendiz en su afamado taller me facilitó las cosas, no diré otra cosa, pero el gran salto solo fue posible gracias a mi craso e innato talento, cada día más reconocido.
La misiva lacrada del duque llegó recién retorné de la espléndida Florencia. Allí me había impregnado del arte que, como si flotase liviano mecido por el aire, parecía alcanzar cada uno de sus recónditos espacios. Y con el espíritu colmado de inspiración y oficio, acepté el encargo de retratar a su joven hija.
Sentada sobre un suntuoso sillón, me recibió con una mirada tan glaciar como pétrea esmeralda.  La duquesita, como así se la conocía en la Villa, era una venus púber acostumbrada a las reiteradas lisonjas de jovencitos bisoños y vetustos lujuriosos. Conocedora de la fascinación y arrobo que producía en los hombres, seducía a cuantos incautos se acercaban a ella y que, como avezados nautas ante los cantos de sirenas, caían en el más profundo de los éxtasis primero y desesperanzas después. Esa, al menos, era la leyenda que corría de boca en boca y a la que de primeras, un hombre juicioso como yo, no quiso dar credibilidad.
Mientras posaba día tras día distante y regia, con su majestuoso vestido de terciopelo y brocados, el lienzo inmaculado se iba convirtiendo, trazo a trazo y pincelada a pincelada, en un magnífico y, a la vez perturbador, retrato de aquella seductora niña mujer. Casi concluido, no juzgué necesario que posase más y así se lo hice saber. A la mañana siguiente, la duquesita no me esperaba sentada en su sillón. Inmerso en la contemplación de mi obra no la vi acercarse. Me sobresalté al sentir sus ardientes y trémulos senos tentando mi espalda. Una vaporosa camisola dejaba vislumbrar su sublime cuerpo, insolentemente delicioso y joven. El deseo largamente contenido estalló apoderándose de mí, poseyéndola con tal furia que sus gritos gozosos aún hoy me acompañan.
El duque, desconcertado pero, exhortado por su hija, rechazó el retrato expresando su malestar por lo que, me manifestó, no era un buen trabajo. El boca a boca volvió a actuar implacable poniendo fin a mi recién estrenado prestigio como talentoso artista. Hoy, decrépito y menesteroso, contemplo el viejo lienzo y vuelvo a evocar cómo, agazapado en sus estáticos ojos esmeraldas, un fogonazo verde en el horizonte fue el preludio de una batalla perdida.


23 mayo 2015

Abandono anunciado

¡Qué buenos años y cuántos buenos recuerdos! No había cumplido aún los dieciocho cuando ingresó en la Facultad. Estaba muy asustada aunque no más que un nutrido grupo de alumnos que, como ella, habían dejado a sus familias y sus pueblos para ir a la gran ciudad a estudiar.
Sus padres difícilmente habrían podido afrontar tantos gastos. Es verdad que, de haber podido, tampoco entonces veían necesario que su hija estudiara en la universidad. Para ellos, en especial para su madre, ella era una niña tan preciosa que podría aspirar, no ya solo a un buen partido, sino, al mejor. Su gran belleza le garantizaba una vida sin preocupaciones ni penurias dedicada en exclusiva a cuidar de un marido y criar unos hijos.
Fue su abuelo Teodoro el que, desde que ella era muy niña y dio visos de gran inteligencia y curiosidad, fue amasando en secreto una pequeña fortuna para sus estudios universitarios. Como maestro de la escuela del pueblo, quería que su nieta estudiara una carrera y, en cuanto tenía oportunidad, se lo decía: “Mariquilla, hazme caso, no aspires a conquistar el mundo con tu belleza, embellece tu cerebro porque la belleza exterior, al igual que un amante desleal, un buen día te abandonará sin miramientos”.
Y así lo hizo. Se aplicó a conciencia y sacó sus estudios de forma brillante. Durante esos años de preparación hizo muchos amigos pero nunca quiso comprometerse con nadie porque, como le insistía su abuelo: “Cuando llegue quien ha de llegar lo sabrás, Mariquilla, no pierdas el tiempo en andanzas amorosas”.
Habían pasado décadas de esa época y su vida transcurría apacible. Hasta que recibió la invitación para la reunión de antiguos compañeros de promoción. Su primera reacción fue de enorme alegría ante la perspectiva de volver a ver a todos sus viejos amigos. Minutos después, sentada frente al espejo y con el viejo álbum sobre las piernas, acaricia cada una de aquellas fotos que la devuelven al pasado y siente miedo. Sus ojos, su sonrisa y su piel hacía tiempo que habían dejado de brillar. Como vaticinara su abuelo, su belleza la abandonaba como un cruel e infiel amante. El miedo a envejecer sola se precipitó arrollador sobre ella y, decepcionada, se pregunta por qué el abuelo Teodoro, de eso, nunca le dijo nada.


15 mayo 2015

La caza

El ladronzuelo se escabulle como una lagartija entre las alcantarillas. Los esbirros del gobernador toman posiciones. Una vez devora el mendrugo robado, asoma confiado por el colector. Un garrotazo hace estallar su cabeza. ¡Así limpiamos la ciudad de ratas! Gritan a la vez que arrastran el pequeño cuerpo sin vida.

12 mayo 2015

Encuentros voraces

Nunca se desprendía del teléfono móvil. Incluso cuando salía temprano a correr se ajustaba el brazalete deportivo para poder llevarlo cómodamente encima. No había completado ni una tercera parte de su recorrido diario cuando escuchó el maullido de un gato. Paró en seco y sacó el teléfono de su funda.
“¿Cómo tienes el puente?”. Como siempre, sus parcos mensajes le producían una amalgama de sentimientos que se alternaban entre la euforia y el desasosiego. Su primera intención fue llamarle, pero le duró unas décimas de segundo, ella sabía bien que no debía hacerlo. Aunque también estaba divorciado, no le gustaba sentirse comprometido ni atado. “Por mí bien. ¿Dónde esta vez?”
Se conocieron cuando ella, recién separada, decidió airearse un poco y pasar unos días de vacaciones en Valencia junto a Bea, su hija de seis años. Los dos llevaban a sus hijos a un teatro infantil. Desde el primer momento él sintió un interés desmesurado hacia ella y no paró hasta conseguir un nuevo encuentro. Ella, sin embargo, no sintió nada especial por él. Parecía encantador, eso sí, pero nada más. Fueron sus atenciones y zalamerías las que la atrajeron como un imán hasta su cama y las que, contra todo pronóstico, hicieron que se enamorara de él, comenzando así un calvario de encuentros intermitentes. 
Dos años habían pasado ya de eso y ahora él marcaba los tiempos. Su lacónico mensaje era claro y significaba solamente una cosa: estaba solo y quería compañía. La única duda radicaba en si se tenía que desplazar ella a Valencia o, por el contrario, él iría a Barcelona. “Mejor ven tú”. Leyó tras escuchar un nuevo maullido.
Eran contadas las veces que se reunían y sus encuentros sexuales siempre estaban cargados de un deseo intenso, casi animal. Solo cuando sus cuerpos desnudos permanecían ensamblados ella conseguía aplacar los celos que la dominaban consumiéndola por dentro. Se atormentaba imaginando los momentos de pasión que, sabía, se vivían asiduamente sobre aquel colchón y entre aquellas sábanas. Momentos de pasión en los que ella no participaba. Sentía celos de cada milímetro cuadrado de aquel dormitorio que, en su ausencia, seguiría imperturbable como testigo y receptáculo de otros cuerpos desnudos que, como el suyo, aliviarían la insaciable avidez de su morador, haciendo que el deseado encuentro, una vez más, hiriera inclemente su alma con un mordisco voraz.  

27 abril 2015

Haciendo tiempo

Las veintitrés y nueve. Apenas han pasado cuatro minutos desde la última vez que pulsó el botón “Info” del mando a distancia para ver la hora en el televisor. Tumbado a lo ancho del sofá, con la cabeza apoyada en un par de cojines nuevos de Ikea y los pies descalzos sobresaliendo del reposabrazos, Raúl mira indiferente la lata que sostiene entre sus manos. Con el estómago vacío y a punto de apurar su cuarta cerveza, recuerda que tiene guardada en algún armario de la cocina una bolsa de pipas que compró hace unos días. Se lo piensa un momento pero, enseguida, consigue la fuerza de voluntad suficiente para levantarse, buscar las pipas junto a las malditas tijeras para abrir la bolsa y, además de algo para echar las cáscaras, coger una nueva lata de cerveza del frigorífico.
Deja todo sobre la mesa de centro y, a oscuras, tantea el asiento del sofá en busca del mando. De nuevo pulsa el botón donde sale marcada la cadena, el programa y lo que a él más le interesa, la hora. Las veintitrés y quince. Cada vez queda menos.
Ha cambiado tantas veces de cadena que ya no recuerda qué es lo que estaba viendo e inicia un nuevo recorrido saltando de una cadena a otra buscándolo. Ni idea de lo que era así que, hastiado, decide dejar un debate sobre política. Una absoluta falta de interés hace que su mente se disperse y divague libremente mientras sigue comiendo pipas y sorbiendo tragos de cerveza.
Recuerda que no hace mucho todo era distinto. Antes, un sábado por la noche como ese, siempre tenía a alguien con quien compartir su tiempo. Tenía muchos amigos que le llamaban para ir al cine, a un concierto o para ir a tomar algo. No le faltaban planes pero, sin darse cuenta, también siempre decía más veces que no a sus amigos. No podía quedar con ellos porque estaba tan ocupado, les decía, que le faltaban horas a sus días, convirtiendo la falta de tiempo en una asidua y machacona letanía y excusa. Uno detrás de otro, sus amigos fueron distanciando las llamadas hasta que el teléfono dejó de sonar definitivamente.
Amodorrado, oprime el botón del mando y comprueba con alivio que en el televisor ya marca la medianoche. El tiempo para él cada vez transcurre más despacio aunque, otro día más, por fin, ha llegado la hora de irse a la cama.

16 abril 2015

El regreso

Pese a no tenerlas todas conmigo conseguí, por los pelos, coger el primer autobús de la mañana. Tenía tres largas horas por delante para pensar con serenidad y reconstruir las últimas doce horas vividas en Sabriles, la tierra que me vio nacer. Aún conservaba fresco el recuerdo de la última vez que la pisé. Tras padecer aquella noche aciaga, abandonamos apresuradamente el pueblo al alba para no volver. De eso hacía ya veintidós años.
Yo me enteré por casualidad. Supongo que por allí todos lo sabrían ya y sería la comidilla: Toñín, el mediano del Revezo, había regresado. Nadie sabía nada de mí ni conocían mi aspecto y, el mismo día que lo supe, sin pensármelo dos veces, me presenté en el pueblo. Ignoraba si sería capaz de reconocerle después de tanto tiempo, aunque esos ojos serían difíciles de olvidar. Esos ojos, ese olor, su aliento…
Estaba sentado en un taburete al final de la barra. Solo y cabizbajo. Antaño siempre iba en grupo fanfarroneando y pavoneándose. Se sorprendió cuando me senté junto a él y pedí dos cervezas.  Aceptó la que le ofrecí y seguimos bebiendo una tras otra hasta que le propuse subir hasta lo que allí se conoce como el mirador y que frecuentan las jóvenes parejas de la zona. La incesante lluvia caída días atrás había dejado todo el terreno del cañón embarrado y costaba caminar sin que se hundiese el calzado.
Acabó la película y el conductor del autobús puso la radio. Daban las noticias. Antonio Jimeno, condenado hacía dos décadas por la violación de una pequeña de doce años, había sido hallado muerto al pie de una pared rocosa bajo el mirador de Vierlato. Me puse los tapones en los oídos, recliné el respaldo del asiento y cerré los ojos.
Una hora después, al fin, estaba de regreso en casa. Antes de entrar me descalcé, no quería que la tierra seca, aún adherida a las suelas de mis zapatos, rayara el parqué.


14 abril 2015

Regresión

Cuento hasta diez despacio y echo una mirada rápida a mí alrededor. Agudizo la vista. Nadie. Una vez más, la ansiedad se apodera de mí. Aparece de la nada. Intento pillarle pero se escapa. Llega a la pared y grita. ¡Por mí y por todos mis compañeros, por mí primero!

05 abril 2015

Que te vaya bonito

Golpean la puerta. En el interior la atmósfera es limpia y soleada, se respira armonía, serenidad. Aporrean de nuevo. Aunque deseo gozar de la quietud del momento, abro la puerta. Entra como una exhalación, apenas sí le veo la cara. Atropelladamente salen de su boca palabras inconexas que no consigo entender. Con voz queda pregunta si quiero compartir mi casa. No, mi refugio no, pienso. Antes de darme cuenta irrumpe por todas partes, abriendo y cerrando puertas, cajones… La confusión me sacude. Llega decidido a la cocina. Intuyendo su hambre le ofrezco algo de comer que no rechaza. Devora. Ahora que por fin veo su cara le contesto que sí, después de todo podría no ser tan mala idea. Se levanta resuelto y cuando ya está en el umbral de la puerta me dice que se va, que solo había entrado para gozar de una buena comida. Se aleja haciéndose cada vez más pequeño. Cierro los ojos y en mi mente se forma con luz de neón una palabra. Bumerán. 


28 marzo 2015

Una heroica derrota

Pese a dedicar años a la preparación de semejante empresa, las extremas condiciones a las que nos hemos tenido que enfrentar nos han obligado a aflojar la marcha, retrasándonos notablemente. Ochenta días, setenta y nueve para ser exactos, ha sido el tiempo que nos ha llevado llegar a nuestro destino.
El ánimo con el que nos dispusimos a afrontar las últimas ocho millas se convirtió pronto en decepción. Una tienda oscura y pequeña plantada sobre el hielo y coronada con una bandera que, antes de distinguir sus colores ya sabíamos a qué nación representaba, nos evidencia que no hemos sido los primeros. 
Todo el trabajo, todas las privaciones, toda la angustia, ¿para qué? Nada más que por un sueño que ahora se ha derrumbado. Una simple ojeada nos revela todo. Los noruegos nos han adelantado…
Una carta hallada en el interior de la tienda deja constancia al mundo del fracaso de la expedición Terra Nova, aun así, antes de emprender el retorno, mis hombres y yo plantamos también nuestra bandera e inmortalizamos con fotografías aquella gesta. Si no los primeros, sí éramos los segundos en llegar al Polo Sur.
De regreso, varias tempestades con temperaturas que rebasan los cuarenta grados bajo cero nos obligan a avanzar con lentitud. Todos tenemos nuestras fuerzas mermadas por el frío y la desnutrición, pero Evans es el que presenta mayor deterioro. Arrastra una herida en una mano que no termina de curar y el frío le afecta más que a ninguno. Diez días después de iniciar el descenso del glaciar Beardmore, Edgar Evans fallece exhausto.
Aunque localizamos los depósitos donde anteriormente dejamos provisiones para el viaje de regreso, estas son tan escasas que la desnutrición se convierte, junto al frío, en nuestro mayor desafío. Oates comienza a dolerse de un pie debido a una vieja herida. Poco después, el día de su treinta y dos cumpleaños, con gangrena y casi paralizado por congelación, nos anuncia que: “voy a salir y posiblemente me quede algún tiempo”, abandonando la tienda en plena ventisca y perdiéndose en la noche para siempre.
Su valiente y generoso sacrificio no ha impedido que, tres días después, Bowers, Wilson y yo, quedemos bloqueados ante una gran nevasca que nos impide el avance. Sin alimentos ni combustible, la aventura llega a su fin.
“Todos los días estamos dispuestos a partir hacia nuestro depósito a 11 millas, pero a la entrada de la tienda persiste un remolino de nieve. No pienso que podamos esperar nada mejor ahora. Perseveraremos hasta el final, pero nos estamos debilitando, por supuesto, y el final no puede estar lejos. Es una lástima, pero creo que no puedo escribir más. R. Scot. Por Dios cuida de nuestra gente.”


18 marzo 2015

Retirada

¡Corred, corred! Fueron las últimas palabras que escucharon mis oídos bajo un estruendo ensordecedor. Retroceder y refugiarse en la trinchera era nuestra única alternativa. Tan cerca estuve de lograrlo que, cuando la bala taladró mi cerebro, la zanja acogió mi cuerpo inerte. La oscuridad y el silencio se hicieron uno.

08 marzo 2015

Destinos

El último mes se me había hecho eterno. Las horas y los días habían transcurrido despacio, como a cámara lenta y, cuando esas horas las pasaba junto a él, el tiempo parecía detenerse. Ese era sin duda un día importante. Ante la perspectiva de aquel acontecimiento él bromeaba diciendo que me lo tomase como un debut, como un nuevo comienzo. Sería como inaugurar una nueva vida para los tres. En un rato conocería a su hija y mi estómago era un manojo de nervios.
Me gustaba ocupar el asiento de atrás del autobús, junto a la ventanilla, y dejarme llevar sin más. Pasear la mirada perdida por el mundo exterior que mostraba ese gran escaparate de cristal relajaba mis nervios y hacía que mis pensamientos fluyeran despreocupados.
Lo mismo me sucedió la tarde anterior. Estaba tan abstraída que no podría explicar cómo, en el asiento de delante, apareció por las buenas una niña de unos tres o cuatro años que me observaba con los ojos muy abiertos. Dicen que si una persona te mira fijamente durante mucho tiempo acabas sintiendo su mirada. Algo de eso debió ocurrir porque logró sacarme de un profundo ensimismamiento. Intenté volver a ese agradable estado de introspección pero no lo conseguí. Volvía de nuevo a observarme y, aunque al principio lo hacía tímidamente y de soslayo, aquella niña de mirada dulce no dejaba de volver insistentemente una y otra vez su cabecita. Le guiñé un ojo y le sonreí, eso hizo que perdiera la vergüenza y, decidida, se puso de rodillas en su asiento frente a mí, agarrándose con sus pequeñas manitas al respaldo que le tapaba media cara.
Con ella iba una mujer que parecía de origen hindú y que, supuse, sería su cuidadora. Apremiaba a la niña a que se diera la vuelta y no molestara más. Inés, que así se llamaba la cría, enseguida obedeció. Inés. Es curioso, pensé.
Había vuelto a perderme en volátiles pensamientos cuando me percaté de que la niña se había bajado del autobús y estaba en la calle de la mano de su cuidadora. Miré hacia atrás rápidamente para verla por última vez y vi cómo levantaba y movía su manita despidiéndose con una serena y maravillosa sonrisa en su rostro.
La misma sonrisa que ahora se marcaba en mis labios al recordarla. La próxima parada era la mía. Cuando bajé del autobús miré a un lado y a otro hasta que los vi. Me quedé petrificada. La niña al verme se soltó de la mano de su padre, salió corriendo y se abrazó fuertemente a mí. El estómago antes intranquilo se relajó y en los ojos se amontonaron las lágrimas. Lágrimas de agradecimiento a ese bello ser.

04 marzo 2015

Como perro de Pavlov

Es un sonido molesto que, escuchado por segunda vez, se convierte en irritante. Sin embargo, para ella, representa lo que la campana de Pavlov para su perro. Se había convertido en un cotidiano estímulo sensorial. Si el can salivaba ante la perspectiva de un plato de comida, a ella se le despertaban todos los sentidos.
Cuando el telefonillo suena, ella sale disparada con una expresión de felicidad impresa en el rostro. Nueve de cada diez veces es él quien llama. 
Un largo abrazo hasta armonizar la temperatura corporal entre ambos, una vez envueltos entre las sábanas, se ha convertido en todo un ritual. A partir de ahí, el estímulo deja paso a la respuesta.
Él comienza besando con suavidad sus párpados para bajar hasta sus labios que ya aguardan ansiosos los suyos. Los acerca despacio y apenas sí los roza para alejarlos de nuevo. Sabe que eso la excita y lo repite hasta que, encendidos, se funden en unos besos húmedos y apasionados. Sin apenas respiración, desliza su boca descendiendo por el cuello hasta llegar a su pecho. Besa, lame, succiona y muerde sus pezones hasta que se endurecen mientras que, con su mano, acaricia la parte interior de sus muslos provocando ligeros movimientos que le invitan a posarse y acariciar su sexo, pero solo lo roza. Eso la vuelve loca. Mientras cubre y oprime sus pechos, besa su piel hasta descender al ombligo. Desde allí, es su lengua la que se desliza imparable. Un escalofrío se expande por su piel al sentir cómo la saliva, antes caliente, comienza a secarse dejando fríos regueros. Y ya, definitivamente instalado entre sus muslos, se inicia un enfervorecido baile. Lengua, boca y cabeza acompasadas al son de las convulsiones producidas por el primero de los muchos orgasmos que le proporcionará su fiel amante.


15 febrero 2015

El deshielo

Hacía frío. La nevada caída la noche anterior dejó su huella en las estrechas calles haciéndolas casi impracticables. La tristeza seguía mordiéndole las entrañas pero, un día más, una llama liviana se obstinaba en quedar prendida en su ánimo álgido.
Se había sentido durante demasiado tiempo derrotado y ahora no era capaz de identificar lo que removía su anestesiado espíritu. Desde que ella se fuera hacía ya seis años, un monstruo cavernoso se desplomó llevándose por delante cualquier vestigio de emoción o sentimiento. Demasiadas noches vagando entre la penumbra por las angostas calles del centro de la ciudad persiguiendo nada y a nadie. Aislado de todo y de todos. Seducido por su desidia y abandono. Maldiciendo y compadeciéndose.
Días atrás, don Jesús le encargó que recogiera un abrigo nuevo que había mandado confeccionar en una prestigiosa sastrería. Los Lirios era el barrio más distinguido de la ciudad y llevaba años sin pasear por sus nobles calles. Claro que, nunca se le había perdido nada por allí. Pero él siempre hacía lo que le encargaba don Jesús.
La sastrería era algo más que un negocio selecto en un señorial edificio de finales del siglo XIX. Allí se daban cita los caballeros más respetables y pudientes de la alta sociedad. Le hicieron esperar unos minutos en una exquisita sala hasta que aparecieron con el flamante abrigo envuelto en una estilosa funda que lo protegía. Se lo entregó una mujer. No sabría decir si era alta o baja, morena o rubia, gorda o delgada. Sí recuerda que le sonrió. Recuerda su sonrisa.
Había vuelto al barrio de Los Lirios llevado por un impulso silente. Supo, en cuanto la vio, que ella era quien había prendido esa tenue luz que hacía días caldeaba su gélido espíritu. Le miró y sonrió. Ya no sentía frío.


07 febrero 2015

Tras el espejo

Despierto de golpe y sobresaltada. Sudorosa y confundida obligo a mi cerebro a situarme en el espacio y en el tiempo. Cada vez viaja más al límite pero siempre consigue volver. Me desperezo y me levanto de un salto. Después de calzarme y lavarme la cara, me miro en el espejo y sonrió; lo hago por costumbre, reconocerme me produce cierta seguridad. Sin embargo, un rostro al otro lado fija su severa mirada sobre mí, un rostro que, aunque me resulta extrañamente familiar, no logro identificar.

—¿Quién eres y en quién me has convertido? —dice sin mover los labios. Sin tiempo para reaccionar y salir corriendo, veo que se materializa en sus brazos un bebé regordete de no más de doce o quince meses que me sonríe confiado.

—Dime, ¿te recuerdas? Has de saber que es a ti completa a quien esperan tras el espejo, no lo olvides. A ti, que estás al otro lado, a la pequeña que nunca debiste olvidar, y a la extraña que te habla y que no eres más que lo que tú quieras que sea.

Un profundo y evocador olor a Nivea lo inunda todo. Mis labios temblorosos pronuncian una palabra que exhala sin freno desde lo más profundo de mi ser. —Perdón. Perdón —repito. Una lágrima de nostalgia e insatisfacción, de las que escuecen, se escapa irremediablemente deslizándose sobre mi mejilla hasta estrellarse contra el suelo.

A los lejos suena una música que, aunque sutil al principio, comienza a hacerse cada vez más molesta. De nuevo perdido en el espacio y en el tiempo, mi cerebro atormentado me urge a que apague la alarma del despertador de una maldita vez. Ya en silencio, me levanto de un salto, me calzo y, tras lavarme la cara, me miro en el espejo; lo hago por costumbre, reconocerme me produce cierta seguridad. Quiero sonreír y no puedo. Un fuerte olor a Nivea lo inunda todo.


27 enero 2015

El ilusionista

No reconoció el número que mostraba la pantalla cuando sonó el móvil. Hacía mucho tiempo que lo había borrado de la memoria. De la del teléfono también. Su voz, aflautada y serena, provocó en ella un maremágnum de reacciones químicas desbocándose incontroladas por los intrincados vericuetos de su cerebro. Su corazón, al galope, impulsaba tanta sangre y tan rápido que sintió cómo las contracciones golpeaban sus oídos.
La última imagen que recordaba de él era la de un hábil ilusionista que desaparecía en el rellano de su casa, como por arte de magia, atravesando la pared. Antes de que concluyera la función definitiva, ella, su única espectadora, sintió un vacío insondable. El ascensor, en un acto final, devoró la ilusión que había brotado indómita pocos meses atrás.
Colgó el teléfono y se recostó en la cama. Estaba mareada y tenía bloqueada la mente. Los minutos pasaban y sus ojos seguían vagando ausentes por el techo beige del dormitorio. ¿Por qué pintaría el techo de beige y no de blanco como se pintan todos los techos? ¿Por qué tenía que llamar precisamente ahora?
Habían quedado esa misma noche para verse y hablar. A las nueve menos cinco le vio llegar y aparcar bajo su ventana, cinco pisos más abajo. Era una noche gélida de invierno y la calle estaba desierta. El alumbrado público estaba apagado, infundiendo mayor perturbación al inminente encuentro.
Él esperaba en el interior del coche. Los faros encendidos la deslumbraron. Su corazón volvió a desbocarse sin control conforme se iba acercando. Llegó a la altura de la puerta pero no paró. Siguió caminando. Bendijo aquel oportuno apagón que le impidió ver su rostro. Esta vez sus intensos ojos miel no podrían atraparla. Ahora era ella quien atravesaba la noche en busca de una nueva esperanza, bajando, definitivamente, un grueso telón.

11 enero 2015

Un momento dulce

Setenta. Quizás setenta y uno. Igual daba uno más que uno menos. Los había contado por contar. Era la primera vez en los muchos años que llevaba viviendo en esa casa que el membrillo daba tantos frutos. Por lo general, no pasaban de cuatro o cinco. Y, cada año, Raquel le decía terminante que era una lástima que no diese más para así poder hacer dulce de membrillo. A él le encanta el dulce de membrillo.
Cuando hace buen tiempo, a Martín le gusta salir al jardín y relajarse suspendido en aquel fantástico invento sujeto a las columnas del porche. Tumbado cuan largo es en el espectacular chinchorro de vivos colores que le trajo su hermano de su viaje por la Península de la Guajira, intenta imaginar la excusa que habría alegado Raquel al ver tanto membrillo junto. Ella es de ese tipo de personas que siempre está dispuesta a hacer las cosas cuando de antemano sabe que, por una razón u otra, no se van a poder llevar a cabo.
Al pensar en Raquel le asalta a la memoria lo que su abuela le repitiera machaconamente hace ya tantos años. “Hijo, tú déjate de amoríos y estudia. Estudia mucho para que el día de mañana puedas comprarte una buena casa y buenas viandas. Las mujeres, van y vienen.”
No había hecho caso ni de una cosa ni de la otra y, aun así, no le había ido nada mal. Pese a todo, Raquel le abandonó. Es ahora a otro infeliz al que estará gritando colérica, con esos gritos irritantes que, todavía hoy, resuenan en su cabeza.
Raquel no es más que un fantasma, una sombra que languidece. Animoso se levanta y, dirigiéndose al frondoso arbusto, cosecha uno a uno sus frutos dorados. Sabe que ese va a ser un otoño muy dulce.