04 octubre 2015

Temporal de contención

Le oprimía el pecho y a cada nuevo intento le costaba más respirar. Los lánguidos rayos de sol, que entre las rendijas de la persiana lograban implantarse tozudos, no bastaban para calmar sus cada vez más frecuentes estados de ansiedad. Al menos, y a diferencia de lo que ocurría en los días oscuros y grises, no los agravaba más.
Preferiría no tener que levantarse de la cama, pero sabía que eso no iba a suceder. Cada mañana, sin excepción, abandonaba entre quejas e improperios lo que para él se había convertido en un refugio donde poder descargar todo el tormento y la rabia que sentía sin tener que dar explicaciones a nadie. Solo deseaba que le dejaran en paz.
Taciturno, se dirigía remolón al gimnasio. Era el único momento del día en que sus propios lamentos eran acallados por los numerosos lamentos ajenos. Dicen que el primer día es el peor, pero para él lo estaban siendo todos. Esas pasarelas le llenaban de angustia y se negaba a utilizar a “Lokomat” porque lo consideraba una pérdida de tiempo. Odiaba que le insistieran para todo. Para comer, para reír, para llorar, para andar, para hablar…
Había llegado su turno y le estaban esperando. Les hubiese mandado a la mierda pero después de dos semanas sabía que esa gente no iba a aflojar ni a ceder. Para su desgracia, no eran de los que tiraban la toalla. Y esa, como las demás veces, su cuerpo acabó desplomándose sobre el suelo de caucho azul.
No quería seguir allí ni un segundo más. Ni allí ni en ninguna parte. Huyó descompuesto y sin control por los pasillos hasta que vio de refilón un fogonazo al que escoltó, breves segundos después, un fuerte estruendo. Frenó en seco. Las puertas se abrieron al detectar su presencia y salió al exterior. Olía a tormenta. Le asaltó un sueño que últimamente se le repetía recalcitrante. Heidi, la niña huérfana de los Alpes, viajaba feliz y entre risas sobre una esponjosa e impoluta nube. Irónico, teniendo en cuenta que su realidad era otra bien distinta. Nubarrones, amenazadores y grises, se habían conjurado contra él. Alzó la cabeza al sentir cómo las primeras gotas impactaban sobre su cuerpo. La lluvia comenzó a arreciar pero allí permaneció impasible con los ojos cerrados. El agua se acumuló en sus cuencas desbordándose por las ya mojadas mejillas, consiguiendo arrastrar y enseñar el camino a unas lágrimas férreamente contenidas desde que un día aciago, ocho semanas atrás, un fuerte aguacero provocara el derrape de su moto precipitándole contra el asfalto y postrándole para siempre en una silla de ruedas.
Estaba llorando. Respiró hondo y sintió cómo tras sus párpados nacía una luz intensa. Cuando abrió sus ojos, el sol asomaba entre las nubes triunfante y brillando con fuerza.

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