07 julio 2014

El abrazo de Gaia

Majestuoso. Esa es la palabra que emana de las gargantas y corazones de todos aquellos que lo contemplan. El Anciano, que así le llaman, es un espléndido roble centenario, tal vez milenario. No se sabe con exactitud porque los lugareños hace tiempo perdieron la memoria sobre su origen. Los más viejos de la aldea sostienen que hubo un tiempo, siglos atrás, en que se le conoció como el Gran Padre. Eso es lo que los más viejos, a su vez, les contaron a ellos de niños.

Durante tiempo inmemorial, el gran roble se convirtió en el receptáculo de secretos y desdichas de muchos de los habitantes de la pequeña aldea. Generación tras generación, se acercaban hasta él para descargar y aliviar sus más hondas tribulaciones. Con suerte, le hacían depositario de alguna inesperada alegría pero, por lo común, de lo que más le cargaban era de desdichas e infortunios. Y él, como un padre afectuoso y sanador, embebía silencioso todos sus desconsuelos.

Siempre regio. Ni los cuantiosos rayos que a través de los siglos dejaron cicatrices en sus robustas ramas consiguieron doblegarlo. Pero corren malos tiempos y, de un tiempo a esta parte, al mitigador Anciano no solo acuden los paisanos de la aldea. Llegan también vecinos de pueblos aledaños e, incluso, gentes de otras comarcas. Una cascada de lágrimas, deslizándose incesante, está depositándose en sus raíces anegándolas de un salobre padecimiento que está acabando con él. Tanta afluencia de abraza árboles le consume y seca.

Gaia, una joven del lugar, cada día contempla el efecto que tanta pesadumbre causa sobre aquel consistente cuerpo de madera. La entristece y la perturba de tal manera que desearía gritar y expulsar a todas aquellas gentes egoístas, pues no apreciaban el daño y solo pensaban en su complacencia.

Sintió la necesidad de apoderarse de los pocos frutos que todavía poseía. Un anochecer, trepó por el tronco hasta encaramarse a horcajadas sobre la rama más grande. Temerosa, extendió su cuerpo e intentó coger las bellotas más hermosas. Alcanzó la primera y tiró de ella con demasiada fuerza por lo que la rama se removió, lastimando su entrepierna. Gimió. No de dolor. El árbol se agitó y desprendió un fuerte olor, aturdiéndola. Notó cómo su cuerpo se diluía entre la aspereza de la rama. La sabia fluyó fresca por todo su cuerpo. Vio cómo sus brazos y sus manos se estiraban hasta enredarse en el follaje. Sus piernas con los dedos de sus pies alcanzaron las raíces hasta enroscarse con las del árbol y transformarse en un solo ser. Sus oídos se abrieron a las palabras de las hojas. El Anciano le hablaba, le otorgaba su sabiduría, su buena suerte, su espíritu de libertad y de paz. Solicitaba de ella que atesorara su fruto. No habría más floraciones. Para él habían acabado las primaveras. El corazón de Gaía latió con fuerza y prometió hacer lo que le pedía. Una fría brisa la hizo reaccionar. Descendió del tronco desconcertada pero con una nueva energía. En su bolsillo portaba un hermoso fruto.

El roble no resistió, no pudo absorber tanta desgracia y sufrimiento humano y murió de pena. Un buen día lo encontraron completamente seco. Los abraza árboles lloraron desconsolados por su pérdida pero, enseguida, encontraron sustitutos para descargar sus amarguras. Solo unos pocos fieles siguen acercándose al Anciano para saludarle y darle las gracias.

Gaia ya no es joven. Ha decidido que es el momento de devolver al Anciano el hermoso fruto de su recuerdo; “todo cambia, todo se transforma”. Al atardecer, cava un hoyo sobre la tierra que guarda las vetustas raíces y allí se lo deposita. Con esta sencilla muestra de gratitud y de amor, Gaia consiguió que, décadas después, volviesen a germinar nuevos y tiernos brotes del roble abatido.


Autoras: Maite Moreno (Larin.mp) y Matrioska.